Durante unas cuantas horas, España se volvió analógica. No llegó a estar un día entero sin luz e internet. O quizá sí, en algún pueblo recóndito o en algún barrio injustamente desamparado. Pero en general, nadie con acceso regular al suministro eléctrico llegó a estar 24 horas totalmente apagada. Y aun así, ya es todo un hito que un país jactancioso de su primermundismo colapsara a nivel energético en un intervalo de tiempo que supone un suspiro en su historia. Y es natural. Es natural que nos quedáramos estupefactos, preocupados y ansiosos. Porque somos seres endemoniadamente frágiles. Patéticamente vulnerables. No somos nada si nos arrebatan el fuego que, a su vez, cierto titán, Prometeo, robó para nosotros.
Platón da buena cuenta de esta hazaña en su diálogo Protágoras. En él relata, por boca de Sócrates, cómo los dioses encargaron a Prometeo y a su hermano Epimeteo distribuir todos los dones y facultades entre las diferentes especies mortales. Epimeteo rogó a su hermano que le permitiera encargarse de dicha tarea a condición de que él la revisara al terminar. Así, los animales adquirieron habilidades y características que, de manera más o menos equitativa, les procuraban una oportunidad en la lucha por la vida: pieles gruesas para el invierno para unos, garras y colmillos para otros, caparazones para los mansos, alas a los más asustadizos, una gran fecundidad a los depredados para salvaguardar su herencia genética, etc.
Ya lo advirtió Platón
La luz e internet representan la última expresión de nuestro éxito evolutivo.
La última sofisticación de nuestro primer hardware —un palo en llamas— y nuestro primer software: la palabra
Sin embargo, “como Epimeteo no era del todo sabio, gastó, sin darse cuenta, todas las facultades en los brutos. Pero quedaba aún sin equipar la especie humana y no sabía qué hacer. Hallándose en ese trance, llega Prometeo para supervisar la distribución. Ve a todos los animales armoniosamente equipados y al hombre, en cambio, desnudo, sin calzado, sin abrigo e inerme”. Podemos imaginar, por tanto, a Prometeo escandalizado al observar a la intemperie a tan maltrecha criatura. Compasivo, el titán robó el fuego de la fragua del dios Hefesto y, de paso, la técnica de Atenea, aunque ello conllevara un cruel castigo. Dos cualidades que podrían dotar al ser humano de algo con lo que poder salir adelante.
Aún con todo, los seres humanos seguían incompletos. Sin capacidad de comunicarse, sin voluntad política, sin logos, eran incapaces de desarrollar sociedades duraderas. Continuaban cayendo ante manadas bien organizadas de depredadores y, además, se mataban entre sí con demasiada frecuencia. Es entonces cuando, según el mito, interviene Zeus y “temiendo que nuestra especie quedase exterminada por completo, envió a Hermes para que llevase a los hombres el pudor y la justicia, a fin de que rigiesen en las ciudades la armonía y los lazos comunes de amistad”.

Prometeo robando el fuego de Hefesto
Salvando una distancia aproximada de dos milenios, podemos constatar que a Platón le quedó un relato bastante darwinista. Dominar las llamas y afilar ramas nos proporcionó, primero, una oportunidad frente a lobos y serpientes. Más tarde, refugio entre la vorágine de los elementos. Y, por último, (una ilusión de) poder sobre la creación.
Podemos argumentar entonces que, a estas alturas de la civilización, quedarse sin energía equivaldría a que el hombre cavernario se quedara sin pedernal. Y lo mismo ocurre con la conexión a Internet. Claro que dependemos tanto de un continuo suministro eléctrico como de acceso a la red. Ambas facilidades representan, respectivamente, la última expresión de nuestro éxito evolutivo. La última sofisticación de nuestro primer hardware —un palo en llamas— y nuestro primer software: la palabra. Pensar en un primitivismo feliz significa no considerar seriamente los riesgos de vivir a merced de los elementos.
Resulta comprensible saborear por un instante la ausencia de Wifi y de datos móviles. Aparcar durante horas el smartphone para devorar un libro de un tirón, sin interrumpir la lectura para subir un story de un fragmento con el fin de presumir de capital simbólico. Redescubrir la necesidad de la radio y escuchar con placer cómo las ondas vuelven a ser, momentáneamente, el vehículo predilecto de la información. Exprimir al máximo cada minuto del interludio que el azar, un ciberataque, los rusos, los aliens, la incapacidad de las renovables frente a la energía nuclear, viceversa o todo a la vez, nos han proporcionado en estos albores del advenimiento de la distopía cyberpunky. Dejar en suspensión el tráfico de datos que cada día regalamos a unos pocos frikis megalómanos y multimillonarios. Pasar el mono frente a la oscuridad de la pequeña pantalla. Echar un polvo a la luz de las velas. Disfrutar de todo esto también es natural.
Pero, cuando empiezan a colarse noticias de hospitales desbordados, asaltos histéricos a los supermercados, tráfico sin regulación lumínica, respiraciones asistidas paralizadas y maridos violentos sin jornada laboral, quizá cabe preguntarse qué habría sido de nosotros si el fuego de Prometeo se hubiera extinguido por completo.