Cuando el nuevo papa salga al balcón revestido de blanco para saludar al mundo llevará muchas cosas en su mente. Una de ellas puede ser una expresión de su antecesor, que en varias ocasiones dijo que estamos viviendo una “tercera guerra mundial a trozos”. Ningún papa ha empezado su pontificado sin graves crisis mundiales.
Todos los que gobernaron la Iglesia en el siglo pasado convivieron con las guerras más terribles y mortíferas de la historia y, a su vez, presenciaron los mayores cambios sociales acompañados de los espectaculares avances de la ciencia y la divulgación de la información y el conocimiento.

En el año 1900 la población mundial era aproximadamente de 1.650 millones de personas y en el 2025 se estima que superamos los 8.000 millones. La geografía es la misma, pero la demografía impone sus reglas que se traducen en tensiones étnicas, sociales y religiosas. El papa Francisco se refería a los múltiples conflictos armados, crisis humanitarias, hambrunas y tensiones internacionales que ocurren simultáneamente en diversas partes del mundo en forma de fragmentos de conflictos violentos diseminados por la Tierra.
Sobrevolando los conflictos globales se libra la batalla cultural de la modernidad
Ucrania y Gaza son las dos guerras más aparatosas y crueles con centenares de miles de muertos y sin concesiones hasta ahora de las partes en conflicto. Donald Trump ha desatado una guerra comercial contra el resto del mundo con unos planes confiscatorios impropios de la primera potencia democrática, que se ha hecho respetar por las libertades, las oportunidades y la acogida de gentes, con talento o sin él, que han producido el crisol de culturas más formidable de la historia humana.
Las guerras fragmentadas ya no se libran solo en las trincheras sino en los ciberataques, en la desinformación, en las crisis climáticas, en el tráfico de armas, el hambre, el terrorismo, la desigualdad y las pugnas geopolíticas.
Sobrevolando las fricciones locales y globales está la batalla cultural de la modernidad que tan bien analiza el historiador José Enrique Ruiz-Domènec en su libro Un duelo interminable. A medio y largo plazo no gana el más fuerte levantando muros inhumanos, sino el más inteligente que tiende puentes y alianzas que propician la seguridad y la paz entre los pueblos.