Como muchos términos que circulan en la conversación digital más que oral, tiene mala traducción. Oxford University Press escogió hace unos días la expresión “brain rot” como la palabra del año 2024 y lo más cerca que tiene el español es algo mucho más largo y menos pegadizo: podredumbre mental. Quizá “cerebro frito” o “materia basura” serían ideas vecinas.
El diccionario británico lo define como “el supuesto deterioro del estado mental e intelectual de una persona, visto especialmente como resultado de un sobreconsumo de material en línea considerado trivial o no estimulante”. En redes, el término brain rot se utiliza también para definir precisamente a ese material trivial o no estimulante, es decir, al ‘detritus’ digital al que uno acaba llegando cuando pasa más de dos minutos haciendo scroll en una red social. Y el ejemplo más claro que se está dando estos días son los llamados vídeos de Skibbidi, unos vídeos feístas y de humor absurdo que crea en YouTube el animador Alexei Gerasimov y que consumen sobre todo niños y adolescentes.
En 2024 podredumbre digital describe tanto la causa como el efecto del contenido de baja calidad y bajo valor en internet
Si se busca brain rot en TikTok aparecen autodenominados “expertos en jerga digital” explicando el concepto –y, cómo se trata de Tik Tok, la red social en la que el contenido se disocia de la imagen, a menudo lo explican mientras se maquillan en un coche, por ejemplo, o hacen cualquier otra opción– pero sobre todo aparece contenido ya diseñado para ser tan atractivo como repelente, por ejemplo, un vídeo musical ilustrado con un pájaro con testículos o una vaca con pies humanos.
Aunque es un concepto desquiciadamente contemporáneo, se acuñó mucho antes de que existiera internet. El primero en usar el sintagma “podredumbre digital” fue Henry David Thoureau en Walden, en 1854, donde hacía una metáfora con las patatas: igual que Inglaterra se preocupa de solucionar el podrido de las patatas, ¿no deberíamos de preocuparnos del podrido de los cerebros? En los últimos años, sin embargo, la idea se ha trasladado casi exclusivamente al ámbito digital y el uso del término se disparó un 230% en el último año, según Oxford University Press, tanto en el periodismo generalista como en la conversación en redes. “En 2024 podredumbre digital describe tanto la causa como el efecto del contenido de baja calidad y bajo valor en internet”, concluyen.
A David Ezpeleta, encargado de la vicepresidencia de Neurotecnología e Inteligencia Artificial de la Sociedad Española de Neurología, de entrada no le gusta el término. “Es muy malo. No hay una podredumbre, hay una desadaptación después de miles de años de evolución a una tecnología que ha venido de súbito. Es peyorativo y desafortunado”. Para el especialista, utilizar un término tan connotado conlleva buscar culpables. “Es echar la carga de la prueba a los usuarios, por su mal uso y su baja responsabilidad, a esos adolescentes y adultos al scroll infinito”.
Que no esté del todo bien nombrada no implica que no exista ese deterioro cerebral. Existe y es muy real y comprobable, señala Ezpeleta. “Efectos como la disminución de la atención están absolutamente referenciado, no solo en estudios finalistas como los informes PISA, que indican una disminución de la comprensión lectora, matemática y etcétera, también en trabajos de Neurología que han estudiado el excesivo uso de pantallas en niños. En resonancias magnéticas hechas a grupos de menores con y sin uso de pantallas se ve cómo afecta a su desarrollo cerebral en las áreas de lenguaje y alfabetización. Estamos viendo en las nuevas generaciones que tienen dificultad para la comprensión lectora, para entender textos largos, para captar metáforas y todo lo que conlleva el discurso profundo”.
El brain rot no es tan distinto al que tenía con 12 años cuando veía cuatro horas la MTV o el que podían sentir las personas que veían Sálvame cada tarde
El efecto corrosivo de lo que en publicaciones académicas ya se llama UPI, Uso Problemático de Internet, no se traduce solo en una falta de atención, también en una reducción de la materia gris. Según un informe publicado en Nature en 2022 que cotejaba 624 estudios clínicos, ese UPI genera “pérdida de control y consecuencias adversas, como sensación de malestar e incapacidad funcional en la vida diaria”. Cualquiera que haya perdido la noción del tiempo consumiendo vídeos no solicitados en Instagram, Tik Tok o Twitter conocerá esa sensación de aturdimiento que a veces tiene una traducción fisiológica.
Ainhoa Marzol se refiere a ella como “náusea”. Marzol, periodista y experta en fenomenología online, envía todas las semanas una newsletter llamada Gárgola Digital en la que invita a otras personas tan crónicamente conectadas como ella a extraer algunas gemas del magma de internet, cosas como una película de casi una hora que se puede encontrar en YouTube sobre los últimos del videojuego multijugador Final Fantasy XI o una animación primitiva por Instagram. Las redes son también el hogar en el que se pueden encontrar esas y otras muchas maravillas, si es que nos queda cerebro para hallarlas, insiste Marzol.
“Hay muchos momentos que paso online en los que siento que se me está pudriendo el cerebro. Me pasaba mucho con Twitter y he notado un gran cambio al pasarme a Bluesky. Los algoritmos fuerzan ese tipo de contenido, pero creo que no es un brain rot tan distinto al que tenía con 12 años cuando veía durante cuatro horas la MTV o el que podían sentir las personas que veían Sálvame cada tarde. Es un contenido que se deriva de estar cansado, de llevar un tipo de vida que te lleva a consumir cosas de no pensar, e internet te lo facilita”.
Aunque la periodista se ha autodiagnosticado pérdida de memoria a corto plazo, también concede a ese cerebro semifrito una “plasticidad” que le permite por ejemplo descifrar a toda velocidad un tweet críptico con al menos cuatro capas de significado y conexiones con diversos acontecimientos reales de actualidad y varios fenómenos digitales. “Ese entendimiento contextual quizá no es tan frecuente en otras generaciones. Si le pongo el mismo tweet a mi madre, seguramente le costaría más”, apunta Marzol, que tiene ahora 30 años.
La buena noticia es que este tipo de alteraciones del desarrollo son reversibles. Hacer deporte, estar con amigos en el mundo físico, leer sin alteraciones…todo eso produce efecto
Hay correctivos relativamente sencillos para la probredumbre digital. Uno de ellos es asegurarse de que toda red social tenga al menos la posibilidad de llevar un orden cronológico y solo de cuentas a las que sigue el usuario. De esta manera, no es tan fácil encontrarse con pájaros con escrotos o con vídeos generados por IA. Es por eso por lo que Bluesky resulta, de momento, menos mareante que el X de Elon Musk. Otra solución de tipo maximalista, que recogen en los últimos años varios libros-manifiesto como La fábrica de cretinos digitales (Península) del neurólogo francés Michel Desmurguet, pasa por retirar limitar el acceso al veneno de los más vulnerables, los menores.
“La buena noticia es que este tipo de alteraciones del desarrollo, si se consiguen regular, son reversibles. Hacer deporte, estar con amigos en el mundo físico, leer sin alteraciones…todo eso produce efecto”, coincide David Ezpeleta. Por ahí van iniciativas como la de retrasar la compra de smartphones a los niños, que se han extendido en el último año. A los adultos, a quienes nadie va a venir a arrancarles las pantallas de las manos, solo les queda la autorregulación, pero nadie puede pretender ganar en una lucha en solitario contra unos algoritmos diseñados para el enganche infinito.