Cosas de la vida y sus raspas

Perdí el móvil en una playa solitaria. Había logrado escapar de todo 48 horas y el dispositivo colaboró escurriéndose en alguna parte. Rebusqué en la arena, entre mis pisadas y las de un par de gaviotas reidoras que guardaban las distancias con la única humana que andaba por ahí. Ayudadme a buscar, grité. Pero siguieron a sus cosas. La marea subía amenazante. Imaginé mi móvil en el fondo del mar, dentro de cien años, entre peces de colores del futuro de enormes ojos. Me pregunté cuántos teléfonos se habrán hundido en los mares, de qué manos serán. Empezaba a ser agradable dejar pasar el tiempo gateando por la playa, hundiendo los dedos en la arena suave, inútilmente. El sol naranja declinaba y mi deseo de encontrar el móvil también. Sin él, con un despliegue de cielo y oleaje bestial, el paisaje me sorbía el seso.

A herd of seagulls on the sand beach of Baltic Sea in north of Poland

  

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Hay que ser idiota para tener que perder el dispositivo para notar lo bien que se está sin datos, me dije cariñosamente. Disfrutaba de mi nuevo estado salvaje. Temblad, gaviotas, dije a las reidoras no sé por qué.

El sol naranja declinaba y mi deseo de encontrar el móvil también

Me disponía a abandonar la playa y el móvil, cuando vi a una joven con perrito, camuflada en una roca, escribiendo en un cuaderno. Qué buscabas, me preguntó. Y se ofreció a ayudarme a hacer un último rastreo. Las sombras se adentraban en la playa y el perro perseguía la espuma de las olas. Caminamos juntas, con los ojos fijos en la arena. Estaba escribiendo para sacar la ira y decidir si dejo mi trabajo o no, dijo. Y me contó que cada vez trabaja más horas de jefa de cocina en un restaurante, que más de la mitad del sueldo se va en el apartamento, aunque ya lleva dos mudanzas porque la echan de junio a septiembre para alquilarlo a turistas. Pero eso es ilegal, digo, y ella se encoge de hombros. Y dice que no está capacitada para ser jefa de cocina, que la han puesto ahí porque se despidió la anterior y que ni vive ni ahorra ni le encuentra sentido a nada.

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Ya casi no nos vemos las caras y voy a aconsejarle, como buena desconocida, que deje ese trabajo si tiene cualquier otra opción. Pero, atraída por una fuerza maligna y misteriosa, me vuelco a escarbar en un punto en la arena. Hasta que noto una cosa metálica y resbalosa. El móvil­ aparece en mis manos, hambriento de datos, dispuesto a apartarme de nuevo de la vida y sus raspas, sin más.

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