Lamento por Damasco

El poeta árabe del siglo XI Al Qalanisi le preguntaba a Damasco, la ciudad a la que llamaban la verde, por qué había vestido sus ramas con el más negro tinte. Damasco le respondía: “He abandonado a mi amado pueblo… y porque sufro me he cubierto con este atavío negro”. Como todos los poetas, Al Qalanisi tenía toda la razón.

Citaba esos versos Colin Thubron en uno de sus extraordinarios libros de viajes, Semblanza de Damasco. Thubron es uno de esos ingleses educados en Eton que hablan árabe, son miembros de la Royal Society y recuerdan a Lawrence de Arabia. Sobre todo a aquella escena de la película de David Lean en la que Omar Sharif le dice a Peter O’Toole que solo los ingleses aman el desierto, al contrario que los árabes, que saben que es terrible. Tan terrible como la propia Siria, la consecuencia del funesto reparto anglo-francés de los restos del imperio otomano.

Damascus (Syrian Arab Republic), 13/12/2024.- People celebrate inside the Umayyad Mosque, following the overthrow of President Bashar al-Assad by opposition rebels, in Damascus, Syria, 13 December 2024. Hay'at Tahrir Al-Sham (HTS) leader Abu Mohammad Al-Jolani called on people across the country to celebrate 'the victory of the revolution' on 13 December, following the capture of Damascus and the overthrow of Bashar al-Assad on 08 December 2024. (Siria, Damasco) EFE/EPA/ANTÓNIO PEDRO SANTOS

  

ANTÓNIO PEDRO SANTOS / EFE

Semblanza de Damasco no trata a fondo cuestiones políticas, pero esboza un retrato que posee intensidad humana: habla de individuos, de los inmutables habitantes de la ciudad que comen, beben, aman y abren sus brazos al extranjero intruso con el que son hospitalarios y generosos. O, al menos, que así eran antes de que el fogonazo de una guerra sin fin cayera sobre ellos, cuando Damasco aún daba la impresión de ser un lugar sereno: la ciudad viva más antigua del mundo, hermana de Nínive y Babilonia, capital del imperio de los omeyas e impregnada de la mística de las causas perdidas, como la muerte, nunca lo suficiente vengada, del profeta de los chiíes, Ali.

Ya en los años sesenta se supo que esa calma precaria no era más que una falsa ilusión. A principios de la década abundaban los malos augurios, la cólera contra Israel era palpable y la diversidad que convivía en Siria y Líbano cuajó de la forma más cruel que se pudiera imaginar hasta llegar al acceso al poder de la funesta dinastía de los El Asad y la larga noche que le siguió. Sin embargo, era como si Siria se ocultara tras la bruma de un conflicto mayor, como si sus dictadores fueran más discretos que los de los alrededores, jugaran mejor al juego de la guerra fría o aún no se hubieran vuelto tan provocativamente disfuncionales como Sadam Husein y los clérigos iraníes.

Tal vez todo el mundo estaba tan centrado en el conflicto entre Israel y los palestinos que prefirió no fijarse demasiado en una región cuyos problemas son mucho más graves que la existencia de Israel. Esto, como indica Tim Marshall (Prisioneros de la geografía), no era más que una mentira difundida por los dictadores árabes para desviar la atención de su propia brutalidad, y fueron muchos los que la compraron, tanto dentro de la región como en el bando de los idiotas occidentales que con tanta competencia sirven a los intereses de los dictadores mientras los creen útiles.

La guerra en Siria no ha terminado, tan solo ha entrado en una nueva fase

El Damasco de Thubron ya no existe, y no acabo de entender la satisfacción que se ha apoderado de Occidente ante el triunfo de la coalición yihadista en la terrible guerra civil siria; una guerra que no ha terminado, tan solo ha entrado en una nueva fase. No me malinterpreten, me alegro tanto como cualquiera de la caída de una dictadura con tics (como todas) de cleptocracia; de lo que no estoy tan seguro es de que el fin de El Asad no haya alumbrado una nueva y peor. Es posible que yo sea un cenizo, pero los ejemplos de Libia, Afganistán e Irak no dejan de perseguirme.

Gente más optimista puede creer en las virtudes del nuevo statu quo, pero veo escasas ventajas en sustituir una injusticia criminal por un caos criminal. Recuerdo, sin ir más lejos, el caso de las primaveras árabes, recibidas con ese mismo optimismo bobalicón, cuando solo el líder supremo de Irán, Ali Jamenei, parecía ver las cosas claras. En una conferencia en la Universidad de El Cairo, en el 2016, ya anunció que lo que Occidente aplaudía con tanto entusiasmo no era más que un nuevo triunfo del islam más integrista.

El personaje de Raymond Chandler, el detective Philip Marlowe, decía que cuando sabía quién tenía razón se ponía de su parte y, cuando no lo sabía, de parte del más débil. En el triste caso sirio, ni sé quién tiene razón ni quién es el más débil: todos (rusos, turcos, drusos, suníes, alauíes, chiíes, occidentales, israelíes…) parecen en esta triste historia igual de detestables, encarnizados fanáticos de un mundo en el que el crimen parece el único remedio para la amargura, el resentimiento o las ansias de dominio.

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