Trump deporta a latinoamericanos y árabes, pero concede asilo político a blancos sudafricanos y da pábulo a teorías que hablan de su genocidio. Trump es hoy el defensor de la gran minoría blanca. En Estados Unidos y allende los mares.

Trump le muestra a Ramaphosa las presuntas pruebas del genocidio blanco(AP Photo/Evan Vucci)
El mundo moderno fue obra del imperio británico. Y sin la emigración, esa marea blanca que en el siglo XIX abandonó Reino Unido para instalarse en Norteamérica, Australia o Sudáfrica, el imperio no hubiera sido posible. La presencia blanca en Sudáfrica es, de hecho, anterior. Los holandeses llegaron allí en 1652. Con los años, sus descendientes (los bóeres, o afrikaners) toparon con la codicia y la expansión de los británicos. Se enfrentaron en guerras que duraron hasta 1902 y las perdieron.
Los afrikaners son 2,7 millones en un país de 63 millones. Han sido siempre una minoría consciente de su dimensión en un océano de población negra y una elite blanca anglófona que siempre les ha mirado por encima del hombro. La respuesta histórica a esa angustia existencial no pudo ser más cruel. Fue la segregación de las razas. Primero de facto. Después de 1948, a través de una legislación especial conocida como apartheid. La nueva política dejaba a los negros sin derechos políticos. Les decía dónde trabajar, dónde vivir, dónde moverse. Y, sobre todo, nunca mezclarse.
El apartheid estuvo vigente hasta 1992. La desaparición de ese residuo de la era de la colonización en un momento de expansión de las democracias, costó muchas vidas negras y años de movilización del Congreso Nacional Africano, el gran partido sudafricano. Sus dirigentes, entre ellos Nelson Mandela, pasaron muchos años en la cárcel y administraron con cautela la victoria y el temor blanco al cambio. El fin del apartheid fue posible también por una ventana de oportunidad geopolítica abierta con la disolución de la Unión Soviética (1991) que llega hasta los Acuerdos de Oslo (1993) entre palestinos e israelíes. Un final de siglo optimista.
La percepción de minoría en peligro de extinción no ha abandonado nunca a una fracción radical de los afrikaner, que ha vivido el post-apartheid con el miedo a un ajuste de cuentas por parte del gobierno negro. Elon Musk no es afrikaner, pero nació en Sudáfrica y una de las pesadillas recurrentes de su adolescencia era la violencia ejercida por negros. Musk comparte la teoría del “genocidio blanco” y estuvo el miércoles en la Sala Oval de la Casa Blanca, el día en que Donald Trump recibió a Cyril Ramaphosa, presidente de Sudáfrica y uno de los hombres que negoció el final del apartheid.
Conocedor de la posición del presidente americano, que ha dado asilo político a 59 afrikaners por su presunta persecución, fue al encuentro con un ministro de Agricultura (blanco), un empresario afrikaner (blanco) y dos golfistas de elite (blancos también) con los que entretener al emperador.
Al reprender a Sudáfrica, Trump se pone el disfraz colonial del siglo XIX, el de jefe de la minoría blanca
Pero el buen humor duró solo diez minutos. Como ya había hecho con el ucraniano Volodimir Zelenski, el objetivo era humillar al invitado. Solo que Ramaphosa, gato viejo, evitó la trampa. Cuando Trump le mostró fotos de blancos muertos (en realidad un reportaje de Reuters sobre el Congo) puso cara de póker. Tampoco se inmutó cuando le pasó un vídeo en el que se veía una hilera de cruces en el suelo (una protesta afrikaner que Trump confundió con tumbas de blancos).
La realidad de Sudáfrica es hoy la de la desigualdad. Una pobreza que se concentra entre los negros. Una corrupción que mina las instituciones y una violencia, en la que de nuevo, las víctimas son casi siempre negros.
Trump está rodeado de tipos que tienen una fijación con Sudáfrica (Elon Musk, David Sacks, Peter Thiel). Son ambiguos sobre lo que fue el apartheid y lo que les gustaría que pasara en Estados Unidos, un país en el que la cuestión racial está siempre latente. De hecho, hoy se cumplen cinco años de la muerte de George Floyd a manos de la policía, suceso que desató una oleada de protestas y la emergencia del movimiento Black Lives Matter .
Donald Trump ganó las elecciones de 2024 gracias a que le votaron minorías “no blancas”. Pero paradójicamente, hoy parece gobernar para la minoría blanca estadounidense, una prueba de la creciente influencia de la nueva derecha en su política. Se refleja en las deportaciones iniciadas nada más llegar a la Casa Blanca. En las causas abiertas por la justicia contra las políticas de discriminación a blancos. En las investigaciones a universidades como Harvard por su políticas de inclusión de minorías. Y, por supuesto, en el asilo político a los 59 afrikaners, que le ha conferido a Trump el papel de rey de los blancos del mundo.
De forma involuntaria, la provocación del presidente de los Estados Unidos pone en evidencia la inquietud hacia el futuro de la minoría blanca estadounidense, un país en el que los “no blancos” pronto serán mayoría. Y es coherente con las ideas de la nueva derecha, que se aleja del liberalismo del que procede para poner su énfasis en su pertenencia a la civilización occidental, a la cultura europea de la que procede y a su herencia genética.
El miércoles, Trump y su gente (estaban todos ahí, J.D. Vance, Pete Hegset, Howard Lutnick, Steve Miller, además de Musk) se pusieron el disfraz colonial del siglo XIX para reprender al representante de un país soberano y democrático, una potencia que es miembro de los BRICS y que presidirá la próxima reunión del G20. La representación de un país productor de materias primas y tierras raras que EE.UU. necesita y que debe decidir si compra Starlink. Una muestra más de la pérdida del soft power americano hacia un país que evidencia hacia dónde se mueve el mundo, pese a que Trump y los suyos se nieguen a reconocerlo.