La vida es teatro, y el mundo su escenario

Filosofía

La actividad teatral sirve para explicar nuestra sociedad, articulada como una gran representación. Una idea clásica que recupera el filósofo Joan-Carles Mèlich y distintos textos y películas

Marc Pallarès

Ilustración: Marc Pallarès 

 

Una de las muchas genialidades que contiene Hamlet es que acuden al castillo de Elsinore unos actores para representar una obra dentro de la obra. Shakespeare utiliza este juego metateatral –Chejov plantea uno similar en La gaviota– para que el príncipe retoque la pieza que se va a interpretar ante el rey y la reina haciendo que asome en ella el asesinato de su padre a modo de dedo acusador. Y le dice a uno de los actores: “La finalidad del teatro fue cuando empezó y también ahora, servir de espejo a la naturaleza, mostrar a la virtud sus dimensiones, a la arrogancia su propia imagen, y a cada época y cada cuerpo social su forma y su rastro”.

Lo que plantea Shakespeare es que el teatro sirve para explicar el mundo e incluso puede aspirar a cambiarlo. Mediante la catarsis, un poder purificador y transformador que Aristóteles atribuye a las tragedias en su Poética. En otra de las obras del bardo inmortal, la comedia Como gustéis, el melancólico Jacques sentencia: “El mundo entero es un escenario y todos los hombres y mujeres meros actores”. Esta idea conecta a Shakespeare con otro clásico, Calderón de la Barca y su auto sacramental El gran teatro del mundo, en el que pone en escena el tópico literario del theatrum mundi: el mundo es un escenario y la vida una representación. Un planteamiento que han manejado autores posteriores –en Seis personajes en busca de autor Pirandello propone una brillante variación moderna– y cuyas raíces se pueden rastrear en el mundo clásico griego, donde surge también el mito de la caverna de Platón, cuyos ecos resuenan en otra pieza de Calderón: La vida es sueño.

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‘El gran teatro del mundo’ de Calderón en la versión de la Compañía Nacional de Teatro Clásico 

Sergio Parra / Archivo

⁄ Los humanos contamos y representamos historias, pero también somos argumentos vitales, tramas

La vida como representación teatral es el punto de partida de El escenario de la existencia de Joan-Carles Mèlich. Se trata de la tercera entrega –después de La sabiduría de lo incierto y La fragilidad del mundo– de la sugestiva exploración de los conflictos existenciales de los seres humanos a través de lo que el autor denomina “filosofía literaria”, que entre otras cosas quiere decir –¡bendito sea!– una filosofía despojada de obtusa y críptica jerigonza. El libro indaga en temas como la identidad y el yo, el individualismo y el compromiso, los roles y las máscaras, la vivencia del tiempo y el miedo a los otros. Apunta Mèlich que “somos mamíferos que contamos y representamos historias. Por eso también somos argumentos vitales, tramas (…) que necesitan gestos y ceremonias para habitar el mundo”. Y añade que “existir es posible porque los humanos, seamos lo que seamos, vengamos de donde vengamos, somos actores que jugamos en un escenario”.

También parte del teatro, aunque en este caso se centra en su relación con la sociedad, El intérprete del sociólogo estadounidense Richard Sennett, primer volumen de una proyectada trilogía dedicada a las formas de expresión humanas: interpretar, narrar e imaginar. Es un ensayo peculiar, que combina análisis sociológicos con anécdotas personales y erudición humanística. El autor examina los vínculos de la representación teatral con la política, vincula el ágora y el escenario, analiza la evolución de los espacios escénicos a lo largo de la historia –más cerca o más lejos de la calle– y la confrontación de la verdad de la ficción teatral con las constricciones morales e ideológicas de cada sociedad.

Una de las historias personales que cuenta Sennett se sitúa en el Nueva York de los años ochenta: en el hospital católico de St. Catherine se acumulaban los enfermos de sida, en una época en que la enfermedad significaba una muerte segura y horrible. Entre los pacientes estaba su asistente, Charles, que montó un grupo teatral con sus compañeros de desdicha y puso en escena con ellos Como gustéis, reviviendo, por exigencias de la situación, el modo de representación isabelino en el que todos los papeles, incluidos los femeninos, los interpretaban hombres. Shakespeare no salvó la vida a aquellos enfermos, pero sí les ayudó a enfrentar la muerte con dignidad y una sonrisa.

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Fotograma de la película 'César debe morir' 

Archivo

Shakespeare está también en el centro de una de las películas estrenadas recientemente que abordan el vínculo entre el teatro y la vida. Les hablo de la pequeña joya indie estadounidense Ghostlight. Su protagonista es un rudo obrero que pavimenta calles y está procesando una tragedia familiar. Un día descubre por casualidad la existencia de un grupo teatral amateur que se convertirá en su vía de sana­ción, ya que la obra que están ensayando, Romeo y Julieta, tiene un vínculo –que no voy a desvelarles para no incurrir en spoiler– con el desgarro que la familia no consigue superar y los está destrozando.

Ghostlight es una película que trata sobre una familia que está realizada por una familia e interpretada por otra familia. La idea se le ocurrió a la actriz Kelly Sullivan durante el confinamiento por la pandemia. Añoraba los escenarios y a sus compañeros, porque las salas permanecían cerradas, y se puso a escribir un guion sobre un grupo de teatro amateur. Cuando arrancó el rodaje, estaba embarazada y le pidió a su marido, el cineasta Alex Thompson, que la codirigiera con ella. A la hora de elegir protagonista, Sullivan tenía claro que quería a Keith Kupferer, con el que había actuado. La familia del personaje al que interpreta la completan una esposa y una hija, la segunda de las cuales tiene un papel muy relevante. El actor propuso que le hicieran una prueba a su hija adolescente, Katherine Mallen Kupferer, y una vez aceptada se completó el reparto con la esposa y madre de ellos dos: la también actriz Tara Mallen. Que sea una verdadera familia la que interpreta a la familia de la ficción hace que transmitan en pantalla la química que hay entre ellos.

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Fotograma de la película 'Ghostlight' 

Archivo

A partir del momento en que el protagonista se deja convencer para participar en los ensayos de la función amateur de Romeo y Julieta, su vida y la de quienes lo rodean empezará a cambiar. Las palabras de Shakespeare tienen un poder curativo, porque hablan de los temas esenciales de la experiencia humana.

En el 2012 los hermanos Taviani filmaron César debe morir, que contaba el proceso de creación de un Julio César shakesperiano interpretado por internos de una cárcel de Roma y crea un fascinante juego de espejos entre la realidad de los presos y la ficción de los personajes de la obra que representaban. Este cruce entre realidad y ficción también está presente en Las vidas de Sing Sing. En ella se recrea la historia real de un grupo de presos de esta prisión de máxima seguridad que buscan la redención a través del teatro y, en el caso de los que saldrán libres, un camino de reinserción. En una escena, un recluso muy conflictivo explica que, cuando descubrió por casualidad El rey Lear, pensó que quien la había escrito tenía que saber lo que era estar privado de libertad. Más adelante, este reo ensaya el monólogo de Hamlet, al que va dando nuevos matices conforme profundiza en su sentido.

La historia detrás de este largometraje, que arranca con los versos finales de El sueño de una noche de verano, es muy interesante. El punto de partida fue un artículo aparecido en la revista Esquire, firmado por John H. Richardson y titulado Sing Sing Follies. Contaba la preparación en el 2005 de una obra teatral interpretada por reclusos de esa cárcel. Se trataba de un disparate cómico escrito por el director de la pieza y titulado Breakin’ the Mummy’s Code. En él se mezclaban viajes en el tiempo, un faraón, piratas, vaqueros, Freddy Krueger y el monólogo de Hamlet. Este peculiar montaje, que es el que los protagonistas preparan en la película, formaba parte de un proyecto de rehabilitación de presos a través de las artes. Empezó a aplicarse en Sing Sing y dado el éxito que cosechó como vehículo de reinserción –según las estadísticas, solo un tres por ciento de los convictos liberados que habían participado en él reincidían– se amplió a otras prisiones.

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Fotograma de ‘A nuestros amigos’, del director Adrián Orr 

Archivo

Al hecho de basarse en una historia real, se añade el aliciente de que son los reclusos quienes se interpretan a sí mismos. Con dos salvedades: al profesor de teatro que dirige la función le da vida el actor Paul Raci, y al protagonista, el convicto John Divine G Whitfield, lo interpreta Colman Domingo (que estuvo nominado al Oscar). Este último es el personaje más conmovedor, acusado de un asesinato que no cometió según parecían demostrar pruebas reunidas tras el juicio gracias a las cuales acabó saliendo en libertad. Entre rejas empezó a actuar y escribir, y llegó a publicar un libro. El verdadero Divine G aparece en pantalla en un cameo. El coprotagonista es otro preso mucho más problemático y agresivo al que da vida Clarence Maclin, que se interpreta a sí mismo de modo muy convincente. El resto de actores son auténticos internos, tal como se desvela en los créditos finales.

Realidad y ficción se entrecruzan también en el sugestivo experimento del madrileño Adrián Orr: A nuestros amigos. Rodada con tono de documental, sigue las andanzas de un grupo de chavales de extrarradio que están a punto de terminar el instituto. Se nos muestra su ocio, sus angustias –algunos de ellos esperan juicio por una pelea con herido– y sus perspectivas de futuro… Hasta que descubrimos que una de las chicas, la protagonista –una muy convincente Sara Toledo, de ascendencia cubana, hija de padre inmigrante– se ha apuntado a un taller teatral y está evocando y recreando esas experiencias en un monólogo que representará en una función. El teatro como un modo de explicarnos la realidad.

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Fotograma de 'Las vidas de Sing Sing' 

Archivo

También aborda el vínculo entre vida y teatro, aunque desde una perspectiva muy diferente, Yannick, estrenada directamente en plataformas. Lo hace a través del humor disparatado que practica su director, Quentin Dupieux. El protagonista es un perturbado –Raphäel Quenard, un intérprete capaz de resultar al mismo tiempo cómico e inquietante– que interrumpe una representación teatral pistola en mano porque no le gusta lo que está viendo. Se erige en improvisado dramaturgo y director y obliga a los actores a cambiar el desarrollo de la obra ante el desconcertado público.

La lista de grandes películas sobre los entresijos entre bambalinas es larga: desde clásicos como Los niños del paraíso de Maarcel Carné o Eva al desnudo de Mankiewicz hasta Noche de estreno de Cassavetes, Balas sobre Broadway de Woody Allen, Birdman de González Iñárritu, Drive my car de Hamaguchi o Tío Vania de la calle 42 de Louis Malle, acaso el más hermoso homenaje que el cine ha hecho al arte escénico. Pero hay una cinta que explica como ninguna la fuerza del teatro para enfrentar los reveses de la vida: Ser o no ser de Lubitsch, una de las grandes comedias de la historia del cine, rodada en 1942, en plena guerra. En ella un grupo de actores polacos se enfrenta al invasor nazi utilizando los ardides de su oficio y logran burlar al mismísimo Hitler.

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El filósofo Joan-Carles Mèlich fotografiado recientemente en Barcelona 

Llibert Teixidó
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