Que Renfe nos apague la luz

Que Renfe nos apague la luz
David Uclés
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La fatídica noche del 29 al 30 de octubre volvía de Zaragoza a Madrid bien entrada la noche cuando contemplé una escena preciosa, horrible si entonces hubiera sabido las consecuencias catastróficas que conocería al día siguiente de aquella bella imagen: un cielo oscuro se iluminaba y lanzaba destellos sobre el campo llano del este peninsular y dentro del vagón del tren de alta velocidad donde viajaba. Me di cuenta de que, en la ausencia de los relámpagos, el vagón se sumía en una oscuridad muy agradable. La comodidad de los asientos y el espacio amplio para las piernas me hicieron recordar que me había sentado en una plaza que no me correspondía, en preferente. También lo noté por el silencio: los viajeros mostraban respeto hacia el resto y no hablaban por teléfono o entre ellos en el vagón. Junto a la puerta, un cartel indicaba: coche en silencio. Había huido hasta aquel reducto tranquilo del tren por una migraña que me acosaba desde la tarde.

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Relámpagos cerca de una torre eléctrica.

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Los viajantes no tardamos en pegarnos al cristal para observar mejor la tormenta que debía de estar cayendo sobre la Comunidad Valenciana. Si alguien nos hubiera reconocido desde el exterior, habría visto nuestros rostros encenderse y apagarse a la vez del cielo. Nos envolvía, nunca mejor dicho, un silencio atronador. Nadie decía nada. Se podía incluso escuchar la lluvia lejana, aunque es muy probable que esto solo lo imaginara yo.

Nadie decía nada. Se podía escuchar la lluvia lejana, aunque es muy probable que esto solo lo imaginara yo

Entonces pasó el revisor y quiso multarme por “parasitar” aquel paraíso preferente. Como viajero estándar, no me estaba permitida la entrada allí. Me libré de la multa por la descripción detallada que le hice de mi migraña, pero me echó a mi vagón, a uno de los diez restantes en los que no había etiqueta de silencio y donde una luz blanca y agresiva, parecida a la de los hospitales, supermercados, tiendas de carcasas de móviles y de yogur helado, nos cegaba a todos e impedía relajarnos, echar una cabezadita o, en aquella ocasión, contemplar e intentar averiguar lo que estaba pasando en nuestro país. Pues, en efecto, mi compañera de asiento me lo confirmó: allí no se estaban enterando de nada, ni de relámpagos ni de lluvias lejanas.

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Indispuesto, me bajé la boina hasta la nariz y me coloqué los auriculares para no escuchar los voceríos de algunos viajeros insensibles y poco empáticos con el resto, e intenté dormirme y soñar con una empresa pública de trenes de mi país que velara por nosotros y nos concediera a todos los clientes, sin distinción, el privilegio de viajar de noche bajo unos focos amables y cálidos, los mismos de los que pueden disfrutar los viajeros más pudientes, bajo la luz tibia de la que disfrutaban hace cincuenta años los viajantes en tren, cuando la sensibilidad era un valor a tener en cuenta y no había sido todavía derrocada por el pragmatismo.

Milagrosamente, me dormí, junto a tantos valencianos que también se durmieron, pero que no despertarían más, pues las autoridades, luces derrochadoras e inmisericordes, no dejaron ver al pueblo lo que se le venía encima.

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