Mi amiga me lo cuenta con ese tono entre confesión y excusa que tenemos los padres cuando cedemos. Esta Navidad le han regalado a su hijo un smartphone. El chico insistió tanto, con ese fervor que solo los adolescentes poseen, que al final el Papá Noel se rindió. “Es que todos lo tienen”, dijo él. Y claro, ¿cómo negar la normalidad cuando la normalidad viene disfrazada de pantalla?
Me viene a la mente aquel viaje a Silicon Valley con el No pot ser de TV3, cuando visitamos el Waldorf Peninsula, un colegio privado donde los hijos de los gurús tecnológicos estudiaban rodeados de lápices, cuadernos y pizarras, pero ni una sola tableta. Ahí, en el epicentro de la revolución digital, donde las pantallas son la religión y las redes sociales el evangelio, los hijos de los grandes nombres de Apple, Meta o Google crecen alejados de todo eso, sabiendo que las herramientas que han creado son un arma de doble filo.

El primero en levantar sospechas fue Steve Jobs. El hombre que convirtió al iPad en un objeto de culto no permitía que sus hijos lo usaran. Tim Cook, su sucesor, tampoco parece muy convencido del poder redentor de la tecnología: no quiere que su sobrino esté en las redes. Y Bill Gates, el profeta del ordenador personal, impuso a sus hijos la norma de que, hasta los 16 años, nada.
Los arquitectos de la era digital diseñaron un mundo conectado, con sus hijos al margen
Los arquitectos de la era digital diseñaron un mundo conectado, con sus hijos al margen. Mientras, el resto de mortales, compramos móviles como quien regala un juguete, sin darnos cuenta de que lo que estamos entregando no es solo un objeto, sino una llave que abre la puerta a un universo inmenso de luces y sombras, donde nuestros hijos caminan sin mapa. Y me los imagino con su nuevo móvil, deslizándose por un mar de impactos, de redes, de imágenes que aparecen y desaparecen.
El smartphone es un salto al vacío. Y aunque los hijos de Jobs, Gates Zuckerberg o Cook vivan al margen de ese vértigo, los nuestros están en medio de él, navegando entre estímulos infinitos, buscando un equilibrio que ni nosotros hemos encontrado. Quizá lo único que nos queda, como padres, es recordarles que al otro lado de la pantalla sigue habiendo un mundo real. Y que no se olviden de levantar la vista, aunque solo sea para decirnos que todo está bien.